domingo, 13 de mayo de 2012

YA NO HAY RATO


Hace RATO acabó todo
De 2.3 millones de euros, Rajoy lo dejó en 600.000 y ahora, lo despide
LA VENGANZA SE TOMA MUY FRÍA COMO EL 
DON PERIGNÓN DEL 45




Con el felipismo exangüe, subido a una cruz a la que iban cada fin de semana los hermanos Guerra para frotarle azufre en las llagas, Rodrigo Rato se dedicó a organizar cenas por Madrid para presentarle a la sociedad financiera a un señor del que asustaba no tanto el bigote que llevaba por fuera como por dentro, de mariachi a medio hacer. Al llegar las copas Aznar se marchaba como si le esperase la ama de llaves en casa mientras Rato echaba la madrugada defendiéndolo ante una élite atónita que no sabía si dedicarse perezosamente al postre o tirarse por la ventana. "Éste es el bueno, el elegido", decía. Como el candidato no lograba convencer ni al camarero, la hostelería madrileña sigue viviendo de las cuchipandas que tuvo que organizar el PP para que Botín diese chance. Rato, sin perder el entusiasmo, hablaba de Aznar como si fuese Neo con la particularidad de haber nacido Keanu Reeves en Valladolid.

Rodrigo Rato es uno de esos seres locuaces y divertidos que pronto se dedicó a asaltar su propio destino, que no era otro que el de amasar la fortuna de casa y montar una familia como Dios manda. Le engatusó la política y se cuenta que un día de la Transición, entre conciertos y tiros, se presentó su padre ante Fraga, le tiró la chequera a la mesa y le dijo: "Manolo, el niño quiere ser diputado". Suponemos que Fraga en lugar de mandarlo a rezar padrenuestros le firmó uno de sus tratados de Derecho con aquella caligrafía suya que parecía habérsela arrancado entre torturas a un prusiano. Acto seguido adoptó al niño, que con el tiempo hubiera podido llegar a ser mano derecha de Aznar si Aznar no tuviese dos. (Con Aznar no bastaba con ser su mano derecha, sino ser la mejor de sus manos derechas. Si Rato lo fue, Aznar lo disimuló muy bien, pero bien es verdad que Aznar podía llegar a disimularse a sí mismo y en algunas mañanas pintureras ni encontrarse).
En aquellos primeros noventa Rato era portavoz del PP en el Congreso, tenía siempre cuarenta años y lo entrevistaba Lucía Méndez ("es instinto y habilidad"), a la que le hacía algunas confesiones desgarradoras y otras no tanto, según le diese el aire. Ciclotímico, voraz y brillante, cultivó relaciones con Aznar hasta llegar al terreno inhóspito de la amistad. Lo adoraba Ana Botella y quedaban los dos matrimonios para hacer fiestas mientras esperaban la caída de Felipe, que en lugar de desplomarse de una pieza tuvo la virtud de irse desmontando como una de esas barracas de feria en las que el gitano entra en amores con la niña del alcalde. Una Nochevieja estaban los Aznar contando las uvas cuando les apareció en una cabaña Felipe González, que no era otra que la señora de Rato con máscara y Rato detrás, con la careta de Julio Anguita. Eran tan fuertes los lazos que Aznar concedió ponerse la de González e incluso dejarse robar una foto, que debe de tener Pedro J. en algún cajón de su despacho sin saber, o precisamente por saberlo, que el felipismo no se cerrará hasta su publicación en portada con la tipografía del hundimiento del Maine.

Rato fue ministro, vicepresidente y delfín, que era el cargo más anhelado en maitines. Del 'Rato no quiere' que dijo EL MUNDO en 2001 se pasó al 'Rato quiere' dos años después, pues había recuperado la alegría de vivir, que es siempre la alegría de mandar. Para entonces se había ido la amistad por el desagüe de su matrimonio y Aznar, desde hacía un tiempo, mecía con su otra mano derecha secretamente a Rajoy. A Rato le desmontaron la candidatura por tener precisamente ratistas y un criterio propio muy acusado que Aznar, gobernando ya para el resto de la Vía Láctea, no veía bien. "Él en dos años limpiará hasta las alacenas y Rajoy nos mantendrá a nosotros y a tu cadáver momificado sin atreverse a chistarte", le susurraban Aragonés, Zaplana y Acebes; Rajoy terminó despachándolos a los tres como un Balaguer en trance. Rato perdió la guerra y se dedicó a vagabundear por los pasillos del FMI ululando a medianoche. Se lo imagina uno en su despacho de Washington dándole al F5 en la agenda de Rajoy con gesto cansado mientras ordena que no le pasen llamadas entre la melancolía y el horror.
Su tránsito de estos años fue el de un fantasma en cuyo lomo cargaba el sino de un destino contra el que no poder rebelarse, pues ya no lo manejaba. La Moncloa era esa novela por escribir de la que el autor no se cansa de hablar: cada día más lejos. Por momentos parecía uno de esos turistas americanos de tez blanca, guayabera y gorro de paja que cazan mariposas deslizándose alcoholizados entre flamboyanas. Rato sentía el peso de una antigua traición que nada podía remediar. Llegó a plantar al FMI para aparecer en la capital justo cuando Gallardón ordenaba desratizar los despachos. Todo eran señales inquietantes. Por Madrid empezó a correr la especie de que se había dejado perilla, y el rumor llegó a tal nivel que tuvo que dejársela para no levantar escándalo; en cierto modo le perseguía un bigote maldito representado de las más oscuras maneras.
Finalmente acabó yendo hacia Bankia como el oso a la miel y allí quedaron atrapadas sus suaves garras en una trampa heroica. Empezaba a convertirse, por fin, en ex de todo cuanto había podido ser, incluso de lo imposible. Lo que no sospechó jamás fue que entre un viejo subordinado suyo y la mano quieta de Rajoy, siempre fría cuando se pone en hora, lo lanzasen por la borda como a un fardo. Tuvo que haberlo sospechado desde el principio con unas pocas nociones de historia y su traumática experiencia personal: la derecha es un deporte de todos contra todos en el que siempre gana un gallego.